Siempre tengo presente una frase de George Bernard Shaw que leí hace mucho tiempo, “Dichoso el que tiene una profesión que coincide con su afición”, y yo me siento dichoso por tener la suerte de poder trabajar en algo que me ha dejado aprender, compartir, defender y disfrutar de mi pasión por el vino.
No en vano, vivimos en Castilla-La Mancha, en medio del viñedo más grande del mundo, pero en una situación de descenso del consumo, y con el empuje de nuevos mercados emergentes, que nos colocan en una complicada posición de desventaja de nuestros caldos, en tanto que los 43 millones de hectólitros producidos, tienen un valor de mercado de 1.200 millones de euros, mientras que en Alemania, con 10 millones de hectólitros, consiguen un valor de mercado de 1.100 millones de euros.
Cuando comencé en mi trabajo actual uno de mis clientes me pregunto:”¿Cual es el mejor Vino?”, yo frustrado e ignorante del tema le respondí: “No tengo idea”… Después de reírse un buen rato el comentó con cierto aire de sabiduría: “El que a usted le guste”.
Para mi madre no hay duda. El mejor vino es el de su pueblo.
En cierta ocasión, comiendo en un restaurante de un pueblo, que produce cerca de cien millones de kilos de uva, cuyo dueño es viticultor y socio de la cooperativa de este mismo pueblo, pedimos vino, y al elegir, por supuesto, no dudamos en pedir vino del pueblo, y el dueño del restaurante nos dijo: “haya vosotros, si os da algo no quiero saber nada…”.
Ciertamente, esto que es tan exagerado, no es sino lo que hacemos todos nosotros cuando al pensar en vino, dejamos que en nuestra mente aparezcan imágenes de otras tierras, que no tienen por qué hacer mejores caldos, pero que sin duda ponen mayor pasión en la defensa de su producto.
Mi pasión por el vino creo que ha nacido varias veces... y de todas ellas, la más antigua que recuerdo se remonta hasta mis primeros paseos por las viñas, saltando sobre las huellas que mi padre iba marcando en la tierra recién labrada mientras me explicaba que las viñas lloraban.
Dicen que la Primavera es la estación del amor, el verano de la pasión, el otoño la melancolía y el invierno la soledad. Sin embargo esto no funciona así en la viña.
En los viñedos parece que la Primavera es la estación de la melancolía, porque se produce uno de los fenómenos más curiosos: el llorar de la viña.
La viña vuelve a entrar en actividad al aumentar la temperatura. El agua vuelve a circular por el sistema radicular de la planta, y, al llegar adonde se ha podado, se vierte al exterior.
Una viña joven puede expulsar hasta 5 litros de agua, gota a gota. Y los campos, con el llorar de las vides, recuerdan que la vida pasa, y que llega el momento de empezar a producir una nueva cosecha...
El vino es un milagro irrepetible, pero también lo es la uva en la viña.
En la bodega la “temporalidad” se extrema y, además, ésta siempre está pendiente de la última decisión del tiempo.
Afortunadamente para el futuro del vino español, aquellos que se han incorporado a la viticultora como moda asociada al prestigio social bodeguero, en el que desviar patrimonios procedentes no del terruño, está intentando abandonar el mundo del vino a la misma velocidad que entró en él, algo que deseo profundamente ya que para dedicarse al vino hay que amarlo sobre todas las cosas.